Ya instalada en el piso de Assilah, el desafío consiste en hacer las compras necesarias para mi estancia. Hago un reconocimiento del barrio, identifico los mercados y trato de pedir verduras como legumbres y harinas en español, pero no logró hacerme entender. Luego lo intento con inglés y finalmente con mi ya olvidado francés, escasamente logro que me vendan una libra de lo necesario, pero una mujer que compraba en el mismo lugar intervino, habló en dariya (dialecto marroquí) con el encargado y finalmente entendió mi situación, a lo que agradecí con un shukran (seguramente mal pronunciado). Luego de ello, ésta escena la viviré repetidamente, la amabilidad de la gente que siempre está muy atenta como la experiencia de intercambiar todos los días en diferentes idiomas, en la panadería, como en la oficina, como en el tren.

Graffiti de Mujeres en Zona de Conflicto, Assilah
En los primeros días de trabajo con la organización participé del proyecto de cooperación que se viene desarrollando en el norte de Marruecos con mujeres subsaharianas que han inmigrado de manera tanto regular como irregular y que se encuentran en un escenario de vulnerabilidad.
La crítica situación de los países subsaharianos debido a la inestabilidad política, las guerras civiles como las guerras por los recursos estratégicos, la existencia de mafias y traficantes, ello sumado a la desigualdad social y el empobrecimiento de la población en sus países de origen, ha conllevado un aumento de las migraciones con destino a los países europeos que desde principios del siglo XXI resulta ser considerable. En este contexto, Marruecos se presenta como un país de tránsito pero carente de un sistema eficaz que atienda a las necesidades humanitarias de la población inmigrante, a lo que se suma la discriminación y un escenario de racismo tanto en instituciones estatales como en la sociedad.
En este orden de ideas, Tánger es una de las ciudades que por su ubicación estratégica ha sido de las mayores receptoras de población subsahariana. Allí muchas y muchos aguardan la oportunidad de conseguir recursos para dar finalmente el salto hacia el otro lado del mediterráneo. Justamente en esta ciudad como en Larache (una ciudad intermedia también ubicada al norte y hacia la costa atlántica), Mujeres en Zonas de Conflicto ha venido trabajando aunando esfuerzos con organizaciones de locales y de base para atender tanto en el plano jurídico como sanitario, así como para llevar a cabo sesiones de formación en derechos y sensibilización de la comunidad de acogida.
El trabajo que acompañé se llevó a cabo con mayor frecuencia en Tánger. Ahora, escapábamos de la gran ciudad portuaria y ostentosa, del segundo centro económico más importante de Marruecos para adentrarnos en un barrio a sus afueras, urbanizaciones populares que me recordaron a Latinoamérica, sobre todo por la manera como las ciudades han crecido de acuerdo a las condiciones materiales de la población cuando el Estado es el gran ausente. Justamente en este barrio es donde se ha venido aglomerando la población subsahariana y que coincide con el lugar de asentamiento de los migrantes internos marroquíes que del campo vienen buscando mejores condiciones de vida en la ciudad.
Es interesante saber que en este lugar se han venido construyendo relaciones de vecindad y de solidaridad, el compartir un espacio en común ha favorecido procesos de reagrupación, de cuidado mutuo, sobre todo en los casos en donde las fuerzas de seguridad realizan redadas en busca de jóvenes indocumentados, como en casos más positivos cuando construyen redes de apoyo y se organizan para convocar organizaciones de derechos humanos.
Tuve la oportunidad de conocer a diferentes mujeres de Nigeria, Guinea, Senegal, Camerún, Costa de Marfil y el Congo, con ellas, historias dolorosas en el marco de la guerra: la pérdida de sus familiares, el tener que huir para salvarse, fragmentación del tejido social, el desarraigo, violencias de género, violencia física por parte de las fuerzas de seguridad, pero también relatos sobre las difíciles condiciones de vida en Marruecos. Lo más impactante ha sido poner en evidencia la manera en que las mujeres están expuestas a unos riesgos sanitarios muy específicos principalmente por las condiciones de hacinamiento y salubridad, mientras padecen de enfermedades respiratorias, digestivas y frecuentes cefaleas; todas estas relacionadas con la tensión y el estrés al que se enfrentan.
Pasadas algunas semanas, luego de hablar con ellas, de conocerlas en primera persona, es inevitable no involucrarse. Durante mi estancia, una de las lideresas dejó de comunicarse por algún tiempo, al cabo de unos días nos comentó que había sido víctima de la violencia de género por parte de su compañero. En ese momento el equipo de trabajo sintió la impotencia de no poder prevenirlo pero había cierta calma al saber que un equipo jurídico estaba dispuesto para lo que ella requiriera. En otra ocasión nos comentaron que otras dos mujeres que habíamos conocido con la unidad móvil apostaron por una patera y pudieron llegar a algún lugar de Europa y de allí no recibimos más noticias de ellas. Otra de las mujeres que no volvimos a ver en los siguientes talleres había dado a luz a su segunda hija y por fortuna se encontraba muy bien de salud.
De manera que sus vidas te atraviesen y te interpelen, al final te conviertes en una red de apoyo o al menos de escucha. Creo que en la intervención social y al trabajar con mujeres que viven situaciones tan difíciles empiezas a ser consiente de todos los privilegios que tienes y sobretodo de sentir que tienes la responsabilidad de escuchar como mecanismo para reconocernos como iguales, pero también, porque es lo mínimo para ayudar a sanar.