Ocho semanas en el Tawantisuyo
- Bette Florence Smith
- 29 oct 2018
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 25 abr 2023
Solicito únicamente un proyecto, el único de mi ámbito: educación ambiental en seis comunidades indígenas de la Mancomunidad Valle Sur en Cusco.
Pronto es julio. Piso terreno antes que el suelo de la oficina. Me dirijo a Huaccoto, primer viaje a las comunidades durante los próximos meses. Veo montañas enérgicas, desnudas. Veo rebaños de alpacas. Veo que ascendemos, y ascendemos. El polvo inunda el carro, me nubla y me tiesa el pelo. Pienso, polvo de los Andes. La cordillera se desenreda como la esquina de la Tierra. La carretera está tallada en perfiles arcillosos. Ascendemos y ascendemos.
En la escuela azul hay ocho alumnes, una única clase multigrado. Mi tutora y yo nos acercamos a la puerta. Se asoman desde sus pupitres, también azules. Visten gorritos de lana y sandalias de goma. Nunca verás una expresión humana igual. Piel escarlata por el frío y ojos de azabache. La curiosidad desborda, tanto por su parte como por la mía.

La sensación de intrusión no termina de desaparecer, incluso tras las ocho semanas. Ni la lectura ni el contacto directo mitigan la descontextualización tan abismal a la que te enfrentas. El terror de la inexperiencia sí se desvanece. Aterrizo en el Cusco como estudiante de segundo de grado, y despego del mismo aeropuerto como docente de primaria, experte en residuos sólidos urbanos y organizadore de eventos. La improvisación domina, el aprendizaje acompaña.
La mañana siguiente tocan dos escuelas. Suncco, quizás la comunidad más próxima, apenas una hora de viaje desde la urbe. La escuela tiene tres profesoras y tres clases, también multigrado. Unos ochenta alumnes con uniformes burdeos, cada uno un remolino particular de ímpetu e intriga. Detrás del edificio hay un fitotoldo y una compostera. El patio es inmenso, tiene todo tipo de atracciones, césped para el fútbol y vistas monumentales del cerro Ausangate. Recordé los pocos metros cuadrados de hormigón donde corríamos para no helarnos vivos mientras cursé la primaria, aún en Londres.

La ONG en terreno se llama el Centro de Guaman Poma de Ayala. La oficina funciona como una especie hormiguero, de estructura compartimentalizada, con proyectos de la más diversa índole a espaldas de un puñado de educadores, ingenieros, administradores, gestores, cartógrafos e informáticos. Se trabaja en una extraña sincronía, siempre apresurada, como engranajes a contrarreloj. Actuando en el Cusco desde 1979, alcanzan desde la municipalidad hasta las comunidades más inaccesibles del Valle. Las primeras semanas aluciné con la pluralidad y magnitud de lo que se cocía en esos despachos. En una ocasión, se aprovechó la movilidad de una misma mañana para mis talleres en dos comunidades distintas, la instalación de calentadores de agua en las escuelas, y la supervisión de un depósito de agua potable. Imagino esos proyectos durante casi cuarenta años. Imagino la extensión de su huella en el Valle.
Caer en Guaman fue tremenda suerte. El ambiente de trabajo es caótico y entrañable a partes iguales. Incorporándose une como voluntarie en un proyecto de cooperación internacional, considero que lo máximo a lo que se puede aspirar es caer con una organización a la que puedas entregar el tiempo que estés, aliviar la carga de trabajo tan abismal que se tiene, y que los proyectos avancen en mejores condiciones. Nada más. Nada de engendrar un gran cambio, ni pretender tener impacto en las vidas de las personas de la comunidad. En pocos meses estas cosas no ocurren, ni lo considero un buen enfoque.
Después de Suncco, subimos media hora más y llegamos a Conchacalla, dueña de las mejores vistas de todas las escuelas. El edificio está construido literalmente en el pico de un cerro. También grande, con más de una clase y varios profesores. En el aula son indomables, pero son alumnes muy avispados, muy capaces. La clase de los mayores (3º a 6º) está decorada con carteles satíricos con la destrucción del medio ambiente. El día que impartí el último taller, recibí una breve clase de quechua por les alumnes a medida iban llegando, mientras esperábamos al profesor. Viajando descubrí que en la inmensa mayoría de los casos, resulta divertido oír a extranjeros hacer el intento en vano de pronunciar determinados sonidos que no existen en su lengua.

La ciudad de Cusco se fundó en el 1100 como capital de imperio Inca. El ombligo del mundo, la ciudad con forma de puma. A día de hoy, manifiesta la depredación turística en todo su esplendor. El Machu Picchu, el Valle Sagrado, Vinicunca, y toda una amalgama de ruinas incas se ubican en la región, por lo que la urbe sirve como punto caliente de day trips y turismo de aventura. El centro histórico se despuebla a favor de hoteles de lujo y agencias de viajes, por lo que la población se ve obligada a expandirse monte arriba, por las laderas, donde haya espacio. Todo su patrimonio natural y cultural está sometido y dominado por el interés extranjero. No hay plan de urbanismo, ni gestión de riesgos naturales. Vivir en el Cusco como gringa es complejo.
Bastan diez minutos de contemplación en la Plaza de Armas para entender qué ocurre ahí. Familias estadounidenses acolchados hasta el cuello en The North Face y Patagonia. Parejas norte europeas exprimiendo sus quince días de vacaciones. Mochileros depredadores que duermen en los backpacker hostels y exotizan todo lo andino. Guías locales buscando clientes. Campesinos con mercancía atada a la espalda. Alpacas y niñes con indumentaria tradicional, una foto por dos soles. Policía turística y guardias en cada esquina. Mujeres ofreciendo masajes y tratamientos cosméticos.
En algunos negocios, sólo encuentras la carta en inglés, dejando muy claro qué clientes quieren. “Ese no es nuestro Cusco”, me dice uno de los ingenieros en la ONG.
En Ccolcayqui, toda experiencia adquirida se invalida, y se empieza de cero. Es la comunidad más aislada, a más de tres horas en carro por carretera de tierra y a más de 4.000 metros por encima del nivel del mar. Atravesamos montes adornados con Puya raimondii, apodada la reina de los andes. Jamás había apreciado tantos kilómetros de terreno inalterado. La comunidad carece aún de corriente eléctrica. Hay apenas diez alumnes, dependiendo del día, mucho más reticentes a tratar con una gringa. Durante el recreo, las niñas se agrupan y recluyen en una esquina, mientras sus compañeros que consiguen ocupar todo el espacio con un balón de fútbol. Me gano su confianza y participación en los talleres tras media hora de vaciarme los pulmones con juegos de chapar, a primera hora de la mañana.
Patabamba se presentaba como el idilio rural andino: majestuosa orografía circundante, casas grandes de adobe, cosechas de choclo, animales de ganado que pasean libremente. Las ruinas de Tipón se aprecian en la ladera opuesta. En la escuela, las cosas se tuercen un poco más. El trato con el profesor es todo un reto. Se autolimita a sí mismo, y consigo, a sus alumnes, sosteniendo que su situación es más marginal que en otras escuelas, que tienen menos recursos, que quedan en el olvidado. Obliga a que reduzca los talleres a la mitad. En el aula hay una jerarquía muy marcada, en el que tres niñas, un poco más mayores, toman el dominio sobre sus compañeres. Les humillan sin motivos. Captar su atención es una labor casi inconcebible. De alguna forma, crecen y maduran a la sombra de la derrota asumida por su profesor.
Pacramayo tiene seis alumnes y tres profesores. La comunidad se ubica a lo largo de la ribera de un río, en un valle de elevada pendiente. La escuela es pequeña, con seis alumnes de edades muy dispares. El aula está decorada por todo tipo de manualidades con material reciclado. “Viva la naturaleza” cuelga en un letrero sobre una ventana cubierta de maceteros. La implicación con la que se me recibe marca mucho la diferencia. Los tres profesores permanecen en el aula durante los talleres, hacen aportaciones (lingüísticas sobretodo), contribuyen a que la dinámica de clase sea menos unidireccional. Al concluir los talleres, salimos al patio y me enseñan a jugar a la matachola.
Ya en Granada, vuelvo como estudiante de tercero de grado. Mi realidad parece haberse congelado durante el verano, y descongelado en el momento que vuelvo a pisar tierras andaluzas. Retomo la rutina tal y como la dejé. A los pocos días, todo parece esfumarse. No concibo ni cómo empezar a articular cómo me han trastocado los últimos dos meses. Cómo me han abierto y reorganizado todos los cimientos. Las personas de mi alrededor conciben la experiencia como unas vacaciones, se interesan selectivamente, nunca indagando, mucho menos profundizando. No se reconoce ni se tolera lo que a nivel intrínseco cruzó la frontera conmigo.
Lo decía a menudo estando allí: Granada y Cusco son muy similares. Ambas encajadas en un Valle, rodeadas de montañas que al anochecer se convierten en galaxias. Une pasea por San Blas como por el Albayzín. Música callejera, poetas en la calle reparten sus creaciones. Muros testigos del nacimiento y de la muerte de pueblos y de sus ejércitos. Masas de turistas en búsqueda de ruinas de otros imperios, otros tiempos. Discordancia entre lo que la ciudad era, y lo que pretende ser. Ambos mi hogar, al menos durante un tiempo.
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