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COMPARTIENDO CON LA INFANCIA DE SAN MARTÍN DE LOBA, AL SUR DE BOGOTÁ.

En estos momentos, me encuentro sentada en el escritorio de mi casa en España; no hace ni una semana que me marché de Colombia, y ya echo de menos todo de allá. A riesgo de parecer demasiado sentimental, diría que una parte de mí se ha quedado en Bogotá, o más bien que me llevo conmigo una parte de allá.

Recuerdo los nervios iniciales, la tarde de antes de comenzar el largo viaje y las eternas horas de incertidumbre antes de desembarcar en el aeropuerto Eldorado. Pensé que no estaba hecha para aquello. Pensé que había tomado una mala decisión. Pensé que me había creído demasiado valiente, que había pretendido abarcar demasiado, que no podría con ello. Quién me iba a decir a mí que claro que podría.



Afortunadamente, llegué un fin de semana. Pude estabilizarme, hacerme a la que sería mi nueva casa durante casi dos meses, comenzar a habituarme al nuevo acento, a las nuevas palabras, a la nueva comida, a los nuevos horarios. Pude pasear por las calles del centro de Bogotá antes de chocar de lleno contra los barrios del sur, esos barrios que me acogerían durante mi estancia de voluntariado.


Cuando llegué a San Martín de Loba un martes de finales de agosto, tuve que enfrentarme a muchas cosas. Coger el TransMilenio sola por primera vez y llegar al barrio 20 de Julio, donde las casas y las calles eran muy diferentes, fue el primer pequeño impacto. Nunca había visto nada igual, pero aún me quedaba adentrarme más al sur: tomar el alimentador que me llevaría a San Martín, bajarme y sentir el ambiente, las personas, las viviendas, los servicios. Todo era muy diferente a lo que había conocido; en su momento me pareció triste, abandonado e injusto, pero esa imagen fue diluyéndose cuando conocí a los niños y las niñas con los que trabajaría a diario. Jugaban en las calles, creaban vínculos de hermandad, respetaban a sus compañeros y compañeras, escuchaban y aprendían, y, sobre todo, se movilizaban. Con el apoyo de la Fundación Creciendo Unidos, los niños y las niñas de San Martín luchaban por sus derechos, por detectar las problemáticas de su barrio y explotar sus puntos fuertes. Por medio de sus delegados, reivindicaban que San Martín dejara de ser un barrio de segunda, abandonado, sin atender.





Ahora, echando la vista atrás, y teniendo en cuenta todas las problemáticas con las que se convive a diario, extraño San Martín. En mi opinión, nunca debemos olvidar las necesidades que existen y las soluciones que se reivindican; pero creo que tampoco debemos obviar aquello que hace que San Martín sea un lugar especial: su gente, trabajadora y humilde; sus niños y niñas, luchadores y enérgicos; sus calles, fusionadas con la naturaleza; sus vínculos, sus tienditas, su lucha por mejorar.


En cuanto al trabajo diario con los niños y las niñas de San Martín, para mí era muy especial. Sentí que pude desarrollarme profesionalmente como psicóloga, ya que la salud mental en los barrios del sur de Bogotá es una cuestión bastante desatendida. Por otro lado, las pautas de crianza de las familias con las que trabajé eran complejas y, en ocasiones, perjudiciales para los menores, pero gracias al coraje y las ganas de mejorar su situación, se me hizo muy fácil trabajar con ellos. El reconocimiento y la expresión emocional, la autoestima y autovaloración, las diferencias de género, la tolerancia, la desigualdad…; todo nuestro trabajo día a día abarcaba estas temáticas. Afortunadamente, conté con compañeras con las que pude trabajar muy bien en todo momento, codo con codo para dar lo mejor de nosotras mismas.



Si tuviera que hacer un pequeño resumen de cómo he sentido y vivido mi experiencia de voluntariado internacional, diría que ha sido muy intensa. Ha sido en ocasiones difícil y sencilla en otras, ha sido emocionante y esperanzadora, me ha hecho crecer como pocas cosas lo han hecho en mi vida. Aunque soy consciente de lo cliché que suena, puedo decir que la persona que pisó el aeropuerto en España a la vuelta es alguien totalmente diferente a quien se marchó, dos meses atrás. Ahora llevo conmigo a las niñas y los niños de San Martín de Loba, llevo conmigo a toda la gente que he conocido en el camino, a todas las personas y situaciones que me han hecho (de)construirme, y llevo conmigo aprendizajes sobre una cultura que se basa en la comunidad, en la ayuda al otro, en el sentimiento de pertenencia, en la identidad que se construye en relación a mis vecinos y a mi familia.

Todo eso lo llevo conmigo, y nada me lo podrá quitar nunca.



Universidad de Granada
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