¡Hola! Mi nombre es María y este verano he estado un mes en Kami, un pueblito muy pequeño perdido por las increíbles montañas de Bolivia. Este pueblo está situado entorno a los 2.800 metros sobre el nivel del mar y esto hace que las temperaturas sean muy bajas y además falte el oxígeno a la hora de hacer una actividad física un poco más intensa de la cuenta, incluso hay riesgo de mal de altura o soroche como le llaman allí. Estas condiciones ya las conocía pues tenía un par de amigas que fueron el año anterior y las cuales me habían dicho lo mal que lo habían pasado y que tuvieron que cambiar finalmente a un destino más templado. En el momento en que la organizadora de la fundación me anunció el destino para hacer mi voluntariado me puse a temblar, pensé qué mala suerte que justo me tocara allí, pero como hay que hacer siempre que te dispongas a adentrarte en una aventura hay que buscar el lado bueno de las cosas, y sobre todo al estar avisada, ¡ir muy preparada!
Tenía muchas ganas de hacer este voluntariado con esta fundación, pues es de las Religiosas de Jesús-María a la cual pertenezco como colegial mayor en Granada. Ya había estado colaborando con ellas en Tánger, también con niñas, y no me puede gustar más el trabajo que hacen en cada proyecto que tienen y el ambiente que gira entorno a la congregación.
El día que llegamos a Cochabamba a la casa donde se encuentran las religiosas, muchas de ellas españolas, de más edad de la congregación, se me fueron todos los miedos y se convirtieron en ilusión (más de la que ya tenía). Casi todas habían pasado por Kami, todas nos contaban historias, qué se hacía allí y de cómo se habían enamorado de aquel pueblito y de su gente. El día en que marchamos, temprano en la mañana y en el bus público, volvieron por momentos los prejuicios y los miedos (5 horas de viaje, muy poco espacio, asientos muy antiguos, olores, carreteras muy estrechas y retorcidas, sin saber donde bajarnos ni si habría alguien esperándonos).
Al llegar me lleve una grata sorpresa, justo la gente, que nos había preguntado de dónde veníamos y qué íbamos a hacer, nos estaba diciendo donde bajarnos cuando entró una niña gritando ‘’Las voluntarias, las voluntarias’’. Habían venido un grupo de niñas del internado a buscarnos y a ayudarnos con las mochilas. Desde el primer día en cuanto llegamos a la casa de la religiosas, justo al lado del internado, nos sentimos muy a gusto. Se han preocupado en todo momento que estuviéramos como en casa, a gusto con las niñas, intentando que nos integráramos en el pueblo…
Nos levantábamos todos los días a las 6 y a esa hora despertábamos a las niñas. Nos encargábamos de que fueran bien vestidas y peinadas al colegio, les ayudábamos a hacer el desayuno (mientras nos echábamos unos bailecitos a ritmo Boliviano) en la cocina y nos encargábamos de vigilar que ninguna se escapaba de hacer su tarea de limpieza. Una vez que se iban al colegio, ya habíamos gastado un tercio de nuestra energía y empezaba la cuenta de cuántas infusiones éramos capaces de tomarnos en un día (única forma de entrar en calor). Por la tarde, después de comer, les ayudábamos a hacer los deberes, la merienda, la cena y finalmente acompañarlas a misa y cuidar de las más pequeñitas que se quedaban dormidas. Al final del día, cuando ya habíamos gastado el 99% de nuestra energía, ellas la recobraban. Empezaban las duchas, los pases de modelos, las historias de su vida en el pueblo y en el colegio… hasta que finalmente cedían y se metían en la cama.

Así estuve durante 4 semanas de lunes a viernes, y al final estas niñas se convirtieron prácticamente en mis hermanas pequeñas bolivianas. Me fui acostumbrando al frío, conocía a algunas de sus madres, sus historias, me sentía una parte más del pueblo. Cuando llovía solo pensaba en sus casas, cuando veía fotos de amigas en las redes sociales solo pensaba cómo vivían aquí, cuando escuchaba sus quejas solo podía pensar en lo fácil que era para mi solucionarlas. El último día no lo pude resistir, se me llenaron los ojos de lágrimas al ver sus caras de agradecimiento, su cariño, sus peticiones de que volviéramos… Y la tristeza que me daba el pensar que probablemente no volveré a verlas, ni que pueda cambiar nada de su vida.
Ahora estoy de Erasmus en Suiza, sí, he pasado de uno de los países más pobres del mundo a uno de los más ricos. Aprendes a ver que tú no puedes hacer nada por cambiar el haber nacido en un sitio u otro pero aprendes a valorar, a cambiar tus expectativas en la vida, a saber aprovechar aquellas oportunidades que otros no tienen. Probablemente la de este verano sea la mejor experiencia de mi vida, no lo sé, soy muy joven todavía, pero sin duda cada minuto y cada sentimiento que he vivido con esas niñas no se me olvide jamás de mi mente ni de mi corazón.