Día 1. A 09.09, pocas horas después de mi llegada.
Como un directo que se te cuela entre los brazos y roza tu nariz, una llegada a un lugar-otro aturde y humilla. A la sensación de descoloque propia del jet lag causada por un vuelo que surca el espacio pero también el tiempo, hay que añadirle el desconcierto producido por la imposibilidad de interpretar con acierto lo-que-está-siendo* ante ti, lo que ocurre a tu alrededor y que no logras subsumir en las coordenadas vivenciales en las que te has movido hasta ahora. Lo Otro no es lo mismo: un grito no es un grito, una parada de autobús no es donde para la guagua, una casa cuya fachada se despelleja a lonchas no es signo de pobreza, una calle con apenas iluminación, tampoco; del mismo modo, una casa residencial a escasos metros del mar, tampoco implica la prosperidad de sus residentes. Lo que sabes no funciona tanto como esperas y lo que crees no tiene aterriza en tierra alguna. La pausa que necesitarías para encajar las piezas del nuevo puzle, no existe; y, si existiera, no es para ti. Al menos, no lo es todavía. Es más, si gozaras de ella, tampoco te serviría, pues a este juego todavía no sabes jugar, cosa que se aprende sólo jugando y no contemplando lo que ocurre estático desde afuera, sin tomar partido. Lo mejor es darse cuenta pronto, asumirlo doblemente como una cura de humildad y como una oportunidad para aprender a jugar diferente, a otra cosa que todavía no sabes siquiera en qué consiste.
El reconocimiento de esta serie de hechos y la correcta lectura de las sensaciones asociadas a ellos (confusión y desorientación, aturdimiento, incapacidad e impotencia, torpezas, tropiezos…) son –espero- condición sine qua non para aprender a desenvolverse. Allá va mi primer día, después de una primera noche en la que yo no hice, sino que me hicieron. A pesar de ello, no fue tan mal, la bondad coexiste con la necesidad y la picaresca. El taxista que me sacó del aeropuerto entre un desordenado griterío de hombres llamándome para ofrecerme sus servicios, al comprobar que carecía de la expresión del que tiene billetes puesto que mi primera contraoferta a los conductores fue preguntar, a todos y nadie, cómo salía del aeropuerto andando y a cuántos kilómetros me quedaba el centro de La Habana, convencido de hacer el trayecto a pie, se acercó a mí diciéndome que no fuera comemielda, que adónde iba ir un foráneo andando desde un aeropuerto, que suele encontrarse a las afueras de la ciudad, hasta el centro de la misma. La sinceridad de su insulto en comparación al desinterés general que causó mi particular contraoferta, me transmitió algo de confianza. Le conté la verdad: soy estudiante y, aunque viniera de España, tenía poco dinero. La beca no alcanzaba para cubrirme con lujos mi estancia y lo que más me molestaba era sentirme engañado del mismo modo en que veía que mareaban a los rubios venidos de vacaciones. Él me preguntó que adónde me dirigía, y cuando le dije que aún tenía que encontrar alojamiento, que los precios a los que había accedido por internet me habían parecido tan desorbitados que ni me había molestado en apalabrar un par de noches, me miró con los ojos de quien se apiada de alguien. Así que me subí y él empezó a llamar a casa e intentar negociar precios. A la quinta o sexta llamada contactó con una argentina afincada en Cuba, Yadira, que aunque se dedicaba al alquiler turístico podía arreglarme un precio para un par de noches mientras buscaba un alojamiento definitivo. Así que llagamos a su casa, nos presentamos y conversamos, de nuevo, las condiciones. Ella parecía buena, cosa que terminaría comprobando los días siguientes en interminables conversaciones acerca de la caótica lógica que reina en La Habana y recibiendo mil y una advertencias para no ser confundido con un turista o, al menos, evitar ser tratado como tal.
*frente a la inocencia (o mala-intención) de algunos deslices de la filosofía que pensaron el ser en abstracto, lo cierto parece ser –valga la expresión- que en la vida real, la de las persona de carne y hueso y no la de los sujetos abstractos, lo que rige es el estar-siendo, la conjugación de ser en gerundio, la encarnación siempre diferente del ser en sus individualizaciones particulares.
Día 1. 10.09, vuelta a casa de noche
Aquí, como en todos los lugares, rige(n) una(s) lógica(s). Otra cosa es que yo –tú-, aún no logre comprenderla. Pero ese es mi –tu- problema, por tanto, sólo en mi –en ti- puede(n) encontrarse una(s) solución(es). La verdad siempre se conjuga en plural. Aunque hay una lógica que es universal, es una pena pero es verdad: la lógica del dinero. Es cierto, eso sí, que en algunos lugares tiene menos poder de configuración sobre los modos-de-vida que en otros. Pero existe allá dondequiera que vayas. Empecé a leer a Leonardo Padura (La Habana, 1955), escritor, periodista, crítico, etc., para preparar mi incursión en la vida habanera. Él expresa de manera magistral las contradicciones del ser habanero, y me resultan esenciales, para no caer en simplezas, sus pensamientos en cuanto al famélico orgullo socialista y la necesaria picaresca mercantil necesitada de billetes que posee el habanero. Reproduzco unas líneas de la pág. 33 de La neblina del ayer:
“Conde [el protagonista de la historia] había llegado a considerar la capacidad innata de aquel joven para comerciar, vender bien, convencer a los posibles clientes –a quienes, por principio, siempre había que tratar de joder, repetía como una muletilla-, debía ser una herencia genética aportada por su abuelo gallego y bodeguero […] pues el muchacho había creció en un país donde la escasez y la penuria habían desterrado hacía varias décadas el buen arte de la venta. La gente vendía por necesidad y compraba por la misma razón[1], y unos vendía lo que podían y los otros compraban lo que les permitían sus desfondados bolsillos, sin más complicaciones bursátiles y, sobre todo, sin el agobio que significa escoger: lo tomas o lo dejas, es este o no es ninguno, apúrate o se acaba.”
En este contexto, las artes de la venta, como dice el narrador, se perfeccionan tanto o más que en los comercios pequeños y medianos que animan las economías capitalistas.
[1] La novela se ubica temporalmente en el llamado Periodo Especial que duró del 89 al 95 y que fue la crisis económica y de abastecimiento que más fuerte azotó la isla tras la caída del campo socialista, del que provenían la inmensa mayoría de sus importaciones.
