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Memorias desde La Habana. Día 15

Día 15 – 23.09. Jornada en casa de Magali y Brito.


A eso de las nueve y media de la mañana ya estaba preguntando a una mujer en la guagua cuántas paradas quedaban para llegar a calle Perla. Una pregunta a una persona tuvo como resultado unos cuatro o cinco hombres y mujeres tratando de ayudarme a elegir la parada más adecuada para llegar mi destino.

  • Ahora después del puente cien y las vías del tren, ahí te quedas –dice uno.

  • Sí, mijo[1], yo voy a parar también ahí, dale, tú bajas conmigo ahí en Mayía –saltaba otra.

Abrumado por tanta conversación en torno a mi pequeño problema de ubicación, no sabía a quién agradecer. Eso fue antes de darme cuenta de que la cuestión no iba tanto conmigo como llegué a creer.

  • ¿Mayía? A esa calle la llaman la calle ancha –le contesta a la mujer un hombre de más atrás

  • ¿Calle ancha? Qué dice usted papi, la calle ancha la llamaban cuando era la única calle del departamento.

Y ahí siguió la tertulia en torno a la nomenclatura correcta del precario urbanismo de Los Pinos. Yo, con un graciah a lo andaluz, echado al aire, a todos y a nadie, desconecté del asunto y puse a funcionar mi memoria fotográfica y mi sentido de geográfico para elegir bien el momento en el que gritaría ¡¡chofééérrrr, dame chance!! esperando que mi tímido grito sonara lo suficientemente seguro como para ser obedecido. Funcionó, aunque creo que también fue debido a que más de una persona miraba al conductor inquisitivamente para bajarse en ese lugar. Con el tema de la carestía de petróleo, las paradas de las guaguas se han hecho todavía más democráticas y participativas: cada uno baja o sube allí donde es capaz de hacer que el chofer se detenga. Cualquier lugar es potencialmente una parada, del mismo modo que cualquier vehículo es potencialmente un transporte público. Claro, siempre y cuando consigas que lo sea.

  • Me quedo, permiso, me quedo, me quedo, permiso.

Abandoné el P10 en el sitio exacto de calle Perla, sólo faltaba recordarme dónde estaba la casa de Magali y Brito que la semana anterior, cariñosamente, me había mostrado Leticia. Llegué gracias a una calle / vertedero informal que vi la otra vez. Por la coyuntura del petróleo sumado a la condición de periferia del barrio y su poca visibilidad de cara al extranjero, la recogida de basura es bastante deficiente. Y creo que “bastante deficiente” es una expresión demasiado benévola como para describir el zumbido de las moscas que se escuchaba a lo largo de toda la calzada y el hedor que se extendía por la zona. Sea como fuere, encontré la casa de Magali y Brito, y toqué al particular timbre de las casas en zonas pre-modernas: Maagaaaaliiii, Magaaaaaaaliiii. Al momento salió Brito.





















  • Entra, muchacho, dale, entra sin miedo.


Entré expectante. Quería evitar cualquier situación en la que ellos terminaran sirviéndome a mí, pues no quería llegar a dar trabajo, sino ayudar a realizarlo. Fue complicado, porque claro, al momento, ya me estaba ofreciendo un jugo de mango que habían recogido del frutal del patio trasero de la casa. Y rechazar algo siempre es sospechoso, nunca está bien visto. Así que tomé el jugo y le advertí lo mismo que ahora escribo.

  • Magali, he venido a intentar ayudarlos, denme trabajo a mí y no dejen que yo les de trabajo a ustedes.

  • Dale mijo, no seas tímido, agarra el jugo con calma y ahora irás con Brito que anda allá atrás. Pero antes quítate el pull-over[2] pa’ que no lo sudes.

Me tomé el jugo de mango, algo impaciente, y me quité la camiseta, obedeciendo la orden que me había sido dada. Me arrepentí toda la mañana de haberme tomado tan rápido ese líquido, denso y dulce, que parecía bebida de dioses; madre mía, qué rico, qué sabor. Los últimos ramalazos de mango, de este mango, pues dicen que en Cuba hay tantas variedades de dicho árbol que es posible comerse sus frutos durante todo el año.


Brito estaba en el patio trasero mirando la tierra, pensando en qué tarea íbamos a ocupar el tiempo de aquélla mañana que, al final, se extendería hasta las dos del medio día. Recoger cebollinos, agruparlos en una cesta, elegir los ejemplares más grandes, remover la tierra con el fin de oxigenarla y darle un agua para reblandecerla de cara a replantarlos la próxima jornada, iba a ser nuestro plan de trabajo. Manos a la obra con el sol ecuatorial y la humedad caribeña como compañeros, junto con la botella de agua y la cajetilla de tabaco marca Criollo. Transcurridos escasos diez minutos no goteaba, sino que sudaba a chorros y, cuando intentaba apresurarme, Brito frenaba con un comentario tipo:

  • Mijo, tranquilo, la tierra hay que tratarla con cariño, no te aceleres.

Lo cierto es que esta concepción del trabajo vinculado a la pequeña parcela de tierra en propiedad dista mucho del trabajo industrial de las grandes plantaciones, donde se vigila y controla que se respeten los tiempos de óptimos para la eficiencia económica dejando de lado cualquier antropomorfización en el trato al terreno trabajado. Así, Brito me iba indicando qué hacer y cómo ayudarlo mientras me contaba historias de cualquier color en las que se traslucía su código moral y la jerarquía de valores que ésta implicaba. El tiempo en que nosotros estuvimos a ras del suelo cumpliendo el orden del día, Magali estuvo doblando su maltrecha espalda para hacer la colada y guisar el espeso potaje de frijoles que después nos comeríamos, a la vez que prestaba atención a su madre, una anciana de noventa y dos años cuya alegría se relacionaba de manera inversamente proporcional a su memoria; mucho de la primera y poco de la segunda, quiero decir.


Bueno, creo que con lo escrito es suficiente como para cansarle la atención a cualquiera. Me empapé también de nociones básicas de los sistemas permaculturales que en otra ocasión intentaré exponer. Eso sí, volví a casa con una cuestión rondándome la cabeza, a saber: la familia como unidad de producción conlleva un considerable despliegue de fuerza de trabajo y, muchas veces, no basta con la movilización de energía de la pareja, sino que es necesario recurrir a la familia extensa y a las redes de apoyo vecinal, lo que ocurre es que estas necesidades externas al núcleo duro familiar están mercantilizadas en las sociedades que conocemos –la alimentación, los cuidados…- dando lugar la ficción de la independencia y autonomía del individuo en solitario o de la pareja aislada y sin necesidad del mundo. Craso error.




[1] Expresión popular que, pienso, es abreviación de “mi hijo” à mijo. La expresión de nuestras abuelas es “hijo mío”.


[2] Camiseta


Universidad de Granada
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