top of page

Memorias desde La Habana. Día 17

Día 17 – 25.09. Clases de Medicina e Historia

Me presenté en casa de Magali sin avisar. En teoría, este día era para la familia de Sánchez, pero el día anterior me advirtieron que no estarían en casa hasta las doce del medio día, por lo que decidí ir a la hora que tenía prevista a Los Pinos, en Arroyo Naranjo, y ayudar a Brito y Magali hasta que Sánchez estuviera disponible. Sin embargo, Brito tampoco estaba en casa, sí Magali y su madre, Julia, así que me senté con ellas a charlar, convencido de que preferirían contar y escuchar historias que una pequeña recogida de hojas del huerto de su casa. Tocamos cantidad de palos en la conversación, de esos que a primera vista no parecen ser la materia prima de los grandes descubrimientos pero que, más tarde, sin embargo, son los que revelan las sutilezas casi imperceptibles en las que se construye la vida cotidiana. Magali cose en una de las eternas máquinas americanas Singer que pueden encontrarse prácticamente en todas las casas de La Habana, ya como herramienta de trabajo o como simple mesilla en algún rincón del salón o el patio. Tiene dos o tres máquinas además de la Singer, y más modernas –apunta-, sin embargo, dice, ninguna le gusta tanto como ese viejo aparato manual y casi oxidado de nosécuántos años de vida.


Al poco, llega una mujer y su nieta, de apenas cuatro o cinco primaveras. Se encuentra mal, le dice a Magali, pero no les ha dicho nada a los jóvenes estudiantes de medicina que esta semana se pasean por el barrio preguntando puerta por puerta si hay alguna persona con fiebre en casa. La situación con el dengue no es preocupante, sin embargo sí hay casos y, debido al húmedo clima tropical y la propensión de este ambiente a la proliferación de mosquitos, hace que haya que estar alerta a las plagas. Parece que el Estado lo tiene controlado, pues hay patrullas de fumigadores que también pasean los barrios, examinan las casas y los depósitos de agua, fumigando si es necesario. La cuestión es que la mujer estaba segura de que su niña no había cogido esa enfermedad, que era un simple empacho que lo que la tenía enferma, pero no quería hacérselo saber a los médicos porque, decía, cunde la alarma y de repente tienes a la niña ingresada una semana en el hospital más lejano de tu casa, llena de tubos en sus venas, o algo así. Entonces asistí, en riguroso directo, a una terapia de medicina tradicional o curanderismo. Magali inspeccionó el estómago de la niña con leves golpes, mientras acercaba el oído para hacerse cuenta del sonido que provocaban. Dijo aunque tenía la pancha dura, no sonaba como la barriga del empacho. Aún así, hizo a la niña tumbarse, le puso una crema en la parte trasera de sus rodillas –crema, aceite… cualquier fluido servía con tal de que lubricase- y empezó a “masajearle la bola”. Pregunté qué era la bola, y me respondieron que era una especie de bulto que sale en esa zona cuando a alguien le ha caído mal la comida en el estómago. Sí, mijo, no me mires así, en el cuerpo todo está conectado. Se ve que puse cara de incredulidad, pero, aunque la sentía, en ningún momento quise que se me notara la expresión de estar poniendo en duda lo que ahí estaba ocurriendo. El proceso de curación parecía sencillo: masajear la bola, como haríamos con una contractura, hasta que desapareciera. A esta terapia la llaman pasar la mano. Tras quince o veinte minutos –no sé, la verdad, estaba obnubilado con el tratamiento-, desapareció. La niña que había llegado tristona y decaída, se levantó a llamar la atención del muchacho blanquito y español que estaba en la sala y a jugar con un cachorro que había en la casa. Parecía que estaba mejor en comparación con cómo llegó, aún así Magali le dijo que la llevara el médico, que tenía muchas picaduras de mosquitos y que no se confiara. Para despedirla, le dio un manojo de hojas de una planta cuyo nombre olvidé, pero le tenía un aire a la menta –menta mexicana, me suena, pero no estoy seguro- para que le hiciera una infusión. Aproveché su despedida y también marché a casa de Sánchez, a ver si encontraba más sorpresas en esa extraña mañana.


La zona de calle Perla, en Los Pinos, es humilde, una zona quizás no marginal pero sí marginalizada. Asentamientos asimétricos y desigualdad urbanística y barrial. No quiero sonar tan soberbiamente académico, pero lo cierto es que este barrio de la periferia reúne todos los tópicos sociológicos como para ser considerado eso, una zona espacial olvidada o, cuanto menos, desatendida por parte de las instituciones oficiales de gobierno. Ya comenté la basura que poblaba las aceras o la precariedad de muchas de las construcciones. La familia de Sánchez e Isabel tiene escasos recursos económicos, se huele desde el momento en que se pone un pie en la casa y se tiene trato con la pareja, su hija y sus tres nietos, en unos escasos sesenta o setenta metros cuadrados construidos. Sánchez es un hombre mayor y, aunque lúcido, se encuentra algo débil para atender el sistema permacultural que circunda la casa. De ahí que él no quisiera que trabajáramos, pues era más del medio día y el sereno calentaba demasiado como para ponerse manos a la obra. Así que, después de que me hiciera un recorrido por el terreno cultivado que rodea su casa, prefirió que conversáramos a la sombra de un árbol de mango que, dice, tiene más años que él. Después de darme una clase teórica de permacultura y de explicarme los principios generales de la acción permacutural, de exponerme la salud física y mental que da el trabajar la tierra propia o colectiva y la necesidad que tiene la vida humana de los ambientes naturales, empezó con las clases de historia revolucionaria, donde la biografía se fundía con la historia nacional. Al margen de las hazañas de los grandes nombres de La Revolución, me habló de lo complicado que era ser negro en la Cuba prerrevolucionaria. Él a los siete años trabajaba en la casa de una familia pudiente limpiando, yendo a por agua para proveer las necesidades de la casa, arreglando el jardín y acompañando y protegiendo al hijo de aquélla familia blanca, todo por cuarenta centavos al día, no llega a medio peso[1]. Como eso no le bastaba para ayudar a su familia, en los ratos libres iba a limpiar zapatos a una céntrica calle. Le pregunté por los colores de unos y otros y, para la sorpresa de nadie, los agachados eran en su mayoría negros y mulatos, mientras que los que ponían sus pies eran blancos. Lo mismo ocurría con la política de segregación espacial: del mismo modo que el mercado de trabajo estaba segmentado según la raza asignada a cada persona, los espacios a los que unos y otros podían acceder dependía de su color de piel. Cuenta que él y sus socios[2] no podían entrar a hoteles, pero tampoco a cantidad de bares y playas cercadas, y que más de una vez les tiraron piedras cuando intentaban cruzar a nada las vallas que separaban unas y otra playas.


Escuché todo lo que me contaba, intentaba leer cada de una de sus expresiones faciales para afinar el significado y las implicaciones de lo que decía. No hubo ningún reproche, ni siquiera implícito y camuflado, a mi persona. No obstante, hubiera comprendido perfectamente que se me lanzara alguna puya por mi condición de blanco, pues en algunos momentos sentí, no sé si vergüenza o culpabilidad, si compasión o búsqueda del perdón, por mi blanquitud. Creo que fue el primer testimonio de racismo desmedido, cruel y orgulloso que me cuentan a la cara, face-to-face. Marché de la casa con un nudo en el estómago, casi vuelvo a casa de Magali a que me masajeara las piernas…, pero no era empacho sino otra cosa. No sé bien qué.




[1] En la actualidad, un peso convertible o dólar equivale a veinticuatro pesos cubanos. Cien centavos cubanos, cinco monedas de veinte, equivale a un peso cubano. Hoy, un jugo de mango puede costar cinco pesos; un viaje en colectivo, cuarenta centavos; un aguacate, entre seis y diez peso cubanos.

[2] Una de las formas de decir amigos.


Universidad de Granada
Logo_AACID_positivo_050322.jpg
  • Instagram
  • Facebook
  • Youtube
CICODE(COLOR)_edited.jpg
bottom of page