Honestamente creo que lo que me ha permitido disfrutar (con todo mi potencial de disfrute) mi corta y limitada “experiencia senegalesa”, ha sido permitirme vivirla de una manera fluida, atendiendo a las mareas de emociones y pensamientos, aceptando los oleajes de sucesos, sin la más mínima pretensión de ser algo que no soy. Y de eso precisamente es de lo que tratan mis palabras.
Traspasada la frontera de la incredulidad, llegado el momento de emprender el viaje, todo mi interior estaba abierto y hambriento de aprender y de amar; aunque decorado con una pincelada de miedo, pues como buena humana que soy, es un color que siempre me acompaña.
La autenticidad, la belleza y el alma caracterizaban todo lo que allí conocí y viví. El entorno me hacía sentir bajo un encantamiento de inevitable admiración. Los paisajes me robaban el aliento para llenarme los pulmones de un aire diferente, de un viento indomable. La energía y el júbilo de los/as niños/as hacían volar a mi niña interior (en realidad eso es todo lo que soy, una niña que se atreve a querer ser cambio para el mundo); y nuestro vínculo, nuestra forma de entendernos sin palabras… era pura magia. Lo mismo ocurría con el pueblo. Sus ritmos, su música, sus bailes, sus rezos, sus voces… estaban vivas: ardían en la hoguera, silbaban con el viento, sembraban la tierra (y lo más profundo de mí) y serían capaces de inundar el mismo mar con toda la vida que desprendían, así como inundaban mis ojos. Yo vuelvo con el alma llena de todo eso.

He aprendido como la comunicación va mucho más allá del lenguaje verbal (que inevitablemente limita cuando no se habla el mismo idioma), y mucho más allá de la misma afinidad o de los aspectos en común. La comunicación se forja en tela de ganas, ilusión y juegos, de miradas profundas, brillantes y oscuras, pero transparentes… de inocencia y cariño, de música y fluidez, de respeto, trabajo, y objetivos comunes… de unión de espíritu.
Para el pueblo senegalés, “teranga” significa acogida, y eso me brindó su tierra. Yo, con mi “teranga interior” pretendía sin éxito igualar la suya; tan natural, brillante y penetrante. Era un todo que se evidenciaba en las miradas, manos, sonrisas, acciones y palabras de cada persona con la que allí me encontraba.
Porque la belleza reside en el realismo de intentar lo imposible, aceptando que no siempre se consiga. Aceptación que conlleva la voluntad de continuar caminando y creciendo.
Pero en una experiencia real no todo es absolutamente encantador, hubo momentos de desencanto por los problemas de comunicación y por los conflictos humanos, interculturales e interpersonales. Pude identificar emociones como la incertidumbre, la impaciencia, el sobrecogimiento, el malestar, la frustración y la sorpresa, en un sentido negativo, aunque constructivo y válido. Y también, en cierto modo, encantador... pues ha formado parte del viaje y de ese aprendizaje tan humano.
Alejarme del atropello de nuestra sociedad, de las prisas, de la presión y de la losa que supone para mí, me ha permitido dejarme vivir con naturalidad y seguir descubriéndome libremente. Lo que yo he aprendido no me ha supuesto un cambio de visión, de moral o de filosofía, ni hacia mí misma ni hacia el mundo, pues considero que ha formado parte de un proceso insaciable que comencé hace tiempo. Sin embargo, me ha dado ese espacio para permitirme centrarme en lo realmente importante: en el valor del amor hacia la vida y todas las cosas vivas (o incluso inertes), en el valor del esfuerzo por transmitir eso a mi alrededor.
A ninguna de las personas que hemos formado parte de esta aventura nos ha dejado indiferentes, siendo cada una de nuestras experiencias personales y de nuestro papel en las experiencias del resto: única, válida, respetable, e incluso admirable. Y además, digna de agradecer.
Por todo esto, gracias a cada una de ellas por acompañarme en silencio, aún con el alma hablando a gritos, en este inigualable juego de vivir. Un juego en el que gana quien más da y pierde quien menos ama.