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DISFRUTAR DE LO BUENO Y APRENDER DE LO MALO

María Hernanz Fernández


Hace ya cuatro meses que llegué al aeropuerto de Madrid, con una mochila cargada de cosas que pensaba que iba a necesitar en la otra punta del mundo y que luego nunca utilicé. Con una sensación extraña en el estómago que dejaba intuir una mezcla de nervios, miedo y emoción. Con una sonrisa en la cara y un brillo en los ojos que dejaba ver mis ganas de comenzar una nueva aventura que seguro nunca olvidaría.


Allí me encontré con mis compañeras, en sus ojos se podía ver el mismo brillo que en los míos y en aquel momento no podía llegar a imaginar lo importantes que serían estas tres personitas para mí en esa aventura. Emprendimos el viaje, llegamos a Santa Cruz y tras una larga noche en el avión nos lanzamos de pleno a conocer la ciudad y el Proyecto Hombres Nuevos.

De aquel primer contacto con Bolivia recuerdo la sorpresa al subir a un taxi y ver que allí no se estilaba llevar puesto el cinturón de seguridad. Recuerdo los perros callejeros vagando por los caminos sin asfaltar y recuerdo el miedo que sentí al tener que cruzar una gran avenida y ver que nadie paraba en el paso de peatones.

Sin embargo, de aquella mañana también recuerdo la sonrisa de los/as fraternos/as al recibirnos en su hogar, un mensaje de bienvenida encima de la cama, un mural bellísimo en la plaza central que reflejaba la unión del pueblo boliviano con la naturaleza, y todo lo que nos contaron sobre los proyectos que Hombres Nuevos llevaba a cabo en el Plan 3000 y que ayudaban diariamente a multitud de personas.


Fotografía 2: Mural en la calle


A partir de este momento todo comenzó a rodar y, sin darme cuenta, ya me había acostumbrado al cambio de hora y de moneda, ya lograba cruzar la avenida sin morirme de miedo, ya conocía los callejones del Plan y sabía volver sola, ya me sentía en casa.

Me costó arrancar con mis labores del servicio a la comunidad en las escuelas, saber qué necesitaban de mí, descubrir lo que yo podía aportar para contribuir a mejorar el bienestar de esos/as peques cargados/as de amor que venían a abrazarme cada vez que cruzaba la puerta del cole.

Comencé dando clases de apoyo escolar, como habían hecho otras voluntarias previamente, pero poco a poco les fui conociendo y vi que podía dar más de mí. Que había muchos otros aspectos importantes a trabajar más allá del ámbito puramente académico.

Por las mañanas empecé a presentarme como la psicóloga del cole, que en ninguno de los casos trabajaba con las personas que están locas, como se suele pensar en muchas ocasiones, sino que había venido para que pudieran contarme sus miedos, sus problemas, sus preocupaciones y todo aquello que quisieran. Les explicaba que estaba allí para que tuvieran alguien con quien poder hablar de ciertas cosas que en otros ámbitos no podían hablar. Fue muy bonito ir creando una relación de confianza y poder proporcionarles ese apoyo emocional que tanta falta hace en momentos difíciles.

Por las tardes, me adentré en el mundo de la secundaria y retomé el contacto con mi yo adolescente para preguntarle qué le hubiera gustado trabajar cuando estaba en el instituto. Realicé una pequeña lluvia de ideas y con la ayuda de la directora elegimos algunas temáticas a trabajar con los/as adolescentes. Fue así como diseñé una serie de talleres dinámicos que constaban de 8 sesiones en las que trabajábamos temas como la educación emocional, el uso responsable de las RRSS o la importancia de la autoestima.


Prometo que no fue nada fácil encarrilar todo esto. Hubo días muy malos en los que no sabía hacia donde tirar, hubo momentos en los que vino a visitarme el síndrome de la impostora y sentí que no era lo suficientemente buena para estar allí. Pedí ayuda a mis compañeras de profesión, me volví loca buscando recursos y materiales, lloré mucho, quise haber elegido otro proyecto más sencillo o haberme dedicado únicamente a dar clases de refuerzo. Pero tras todo esto, lo superé y por fin empecé a disfrutar de mi labor como voluntaria.

Si algo he aprendido en este viaje es que la vida a veces es impredecible, que por mucho que intentes tenerlo todo controlado, siempre puede pasar algo que te desestabilice y te cambie todos tus planes. Y así fue.


Fotografía 3: Un aula en el Plan 3000



De pronto las chicas y yo nos vimos afectadas por una situación sociopolítica muy complicada y latente en todo el departamento de Santa Cruz. Empezó un paro cívico que puso fin a la vida allí tal y como la habíamos conocido hasta el momento. No más tráfico ajetreado, no más pitidos en la mañana, no más barullo en los mercados, no más música los viernes por la noche, no más bares, no más viajes, no más escuela, y lo más importante, no más voluntariado.


Ese paro que iba a durar una semana a lo sumo, pasó a durar 37 días.

37 días de estar en casa sin mucho que hacer

37 días de echar de menos a lxs peques

37 días de sentir miedo al salir a la calle y ver altercados en la Curva del Plan

37 días de preocupación por el pueblo cruceño que vive al día y necesita vender para comer y alimentar a su familia

37 días de querer volver a la ‘normalidad’ y no poder




Fotografía 4: El Cristo Redentor en tiempos de

paro cívico


Fotografía 5: El pueblo boliviano luchando

por sus derechos


Mentiría si dijera que ha sido una experiencia fácil. No lo ha sido para mí, ni creo que lo haya sido para ninguna de las personas que habitábamos aquella casa.

No obstante, como decía anteriormente, si algo he aprendido en este viaje es que debemos estar preparadas para todo lo que venga y tener flexibilidad para adaptarnos a cualquier situación. Creo firmemente que de todo lo malo se puede aprender algo. Lo bueno se disfruta, y mucho, pero lo malo te curte de aprendizajes que se quedan contigo para siempre.


Es por eso por lo que no considero haber tenido mala suerte en mi experiencia. Podría decir que sí la he tenido, ya que mi gran ilusión de emprender un servicio en Latinoamérica se vio frustrada por este notorio suceso. Pero no, no creo que haya tenido mala suerte, creo que he tenido la gran oportunidad de aprender sobre una realidad bien distinta, de conocer los conflictos políticos de un país en llamas, de ver a un pueblo luchar por sus derechos, de descubrir que hay muchas versiones de un mismo conflicto y que hay que conocer todas antes de formar una opinión al respecto.

He aprendido mucho en estos meses, he tenido la suerte también de poder viajar más allá de Santa Cruz una vez terminado el paro y de conocer el resto de Bolivia. Cada persona, cada día, cada lugar y cada experiencia me ha ayudado a llenar mi mochila de aprendizajes. Como dijo una de mis compañeras, te vas pensando en poder ayudar, pero finalmente esta experiencia te ayuda sobre todo a ti y te hace volver siendo una persona mucho más consciente y resiliente.

Ahora, de vuelta en el aeropuerto de Madrid, esta vez en soledad, ese brillo en los ojos apunta a una enorme gratitud y a muchas ganas de seguir creciendo, disfrutando de las cosas buenas, y aprendiendo de las no tan buenas.



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