César Gómez de la Parra
Desde un primer momento supe que, tarde o temprano, este momento tendría que llegar. Es sólo un artículo, me dije muchas veces, un trámite necesario para cerrar esta etapa y seguir adelante. Muchas veces quise equipararlo con la tradicional redacción que te mandaban el primer día de cole en septiembre. Año tras año plasmabas en un papel, con extensión acorde a tu edad, todo lo que habías hecho en verano. Tus aventuras, tus experiencias, tus vacaciones, la gente que habías conocido, cómo te lo habías pasado, etc. Mientras escribías, te ibas acordando nítidamente de cada mínimo detalle que pasó en esos dos meses. En cuanto entregabas ese texto, o lo leías para la clase si al profesor le gustaba, de alguna manera pasabas página. Broche final a un buen o mal verano que ahí queda, archivado junto con los veranos de tus compañeros y compañeras en la carpeta del profesor o profesora. Cierras etapa y vuelta de nuevo a la rutina.
Durante un tiempo quise creer que redactar este artículo sería tan sencillo como hacer ese tipo de trabajo para el colegio. Además, las similitudes eran evidentes. Dos meses de estancia en un país en el que, a mi modo de ver, era verano, aunque en teoría todo el mundo dijera que nos encontrábamos en la estación fría, conociendo a muchas personas nuevas, visitando lugares que apenas alcanzaba a imaginar en fotos y viviendo un sinfín de aventuras y anécdotas para contar a mis amigos y amigas a mi vuelta. Si en su día tardaba una hora escasa cuando tenía diez años, esto no iba a ser diferente, en cuanto me pusiera a escribir en serio, en un par de horas lo tendría hecho.
Pues bien, nada más lejos de la realidad. Ya solo el hecho de coger fuerzas para empezar a redactar me costó prácticamente un mes. De alguna manera, todo este tiempo he sentido que no quería cerrar esta etapa en la que tan querido, valorado y feliz he sido. Sin embargo, no queda más remedio que aceptar lo inevitable. Llega el momento de cerrar este capítulo, al menos de momento y continuar con la rutina, del mismo modo que en su día hacíamos en septiembre, solo que esta vez este nuevo comienzo llega en diciembre, y ya no estoy en el cole.
Analizando la situación fríamente tras todo este tiempo, fui realmente consciente de la “locura” de viaje en la que me embarqué aquel 18 de septiembre, día que quedará grabado en mi memoria para siempre. Y es que, a pesar de las ganas y la ilusión que tenía por realizar el voluntariado, en ningún momento me puse a pensar en lo que estaba a punto de hacer. Me iba a un país totalmente desconocido, Nicaragua, a una ciudad de la que había visto cuatro o cinco fotos, Camoapa, acompañado de personas que no conocía casi de nada y con una asociación de la que tenía referencias, pero no era en absoluto conocida. Casi todo mi entorno preocupado “¿pero tú estás seguro?, ¿Dónde vas a vivir allí?, ¿Qué necesidad tienes de irte tan lejos?, ¿y si te pasa algo?
Murales en el Hogar
Con casi todo en contra, maleta y océano de por medio. ¿Qué podía salir mal? En teoría, todo, en la práctica, absolutamente nada.
Si el viaje de ida fue duro y lleno de incertidumbre, el de vuelta fue un cóctel en el que se mezclaban dos emociones muy claras, pero a la vez muy diferentes. Por una parte, la inmensa alegría que me generaba el hecho de volver a casa y ver de nuevo a mis familiares y amigos después de tanto tiempo. Por otra, sentía un fuerte nudo en la garganta generado, tal vez, por la gran pena y tristeza que me provocaba la perspectiva de abandonar aquel país y aquel pequeño y encantador pueblo en los que tan bien acogido y cómodo estuve. Supongo que este es el peaje que tienes que pagar cada vez que viajas.
La gente con la que convives, trabajas y conoces durante el camino, de la que aprendes tanto o más de lo que tú les enseñas. Los monumentos, ciudades y naturaleza que visitas. Las aventuras, vivencias, experiencias, actividades que haces por primera vez. Todo ello te enriquece enormemente y hace que te lleves a casa la mochila cargada no solo con la ropa y los souvenirs para regalarle a tus conocidos, sino también con un trocito importante de ese lugar. Sin embargo, además de lo que tú te llevas, lo que no suele tenerse en cuenta es lo que dejas allí. Una parte de ti, aunque sea un trocito muy pequeño, se quedará para siempre en ese pueblo, esa ciudad, esa montaña, esa isla o ese río en el que has estado y cuyo paisaje te dejó boquiabierto. O con esas gentes cuya sabiduría, experiencia y resiliencia te enseñaron más que años de carrera universitaria. Y esa parte tira y te atrae, haciendo que dejes la puerta abierta a la posibilidad de regresar en un futuro, aunque sea solo de visita, para intentar recuperar ese trocito de ti que allá quedó y ver si finalmente consiguió afianzarse y seguir evolucionando aquel trabajo que con tanta ilusión comenzaste al llegar y dejaste pendiente tras tu partida.
Charla mensual de padres y madres
Una vez que llegas a casa, la famosa vuelta a la realidad cuesta más de lo que parece. La mayor parte de tu entorno, con el que estás familiarizado y has convivido durante años, te resulta extraño, diferente. La paradoja de readaptarte a tu propio contexto.
Los primeros días, la mayor parte de tu tiempo, ya sea de forma consciente o inconsciente, se centra en rememorar los recuerdos que almacenaste en el móvil, en tus redes sociales y en tu mente.
Durante esas revisiones sistemáticas de fotos, videos, publicaciones que fui realizando y colgando a lo largo de esos dos meses caí en la cuenta de que lo primero que se me venía a la mente en cuanto veía a los niños y niñas era la palabra que más llegué a escuchar durante toda mi estancia en Camoapa: “profe”.
Clase en la escuela rural
Analizando el día a día en la asociación y las funciones que allí realizaba, así como fuera de ella, llegué a la conclusión de que, en realidad, por mucho que así me llamaran, nunca llegué a ser para ellos y ellas lo que en el contexto de nuestro país y continente podríamos entender como un profesor al uso. Sí que es verdad que entre nuestras funciones principales estaba el realizar reforzamiento escolar con los niños y las niñas del Hogar. Además, también se daba apoyo al personal de la fundación en las clases que se impartían tanto allí como en las escuelas rurales cercanas, realizar visitas domiciliarias a las familias o impartir talleres de diversa temática con objetivo sensibilizador en colegios. Al margen de estas funciones meramente educativas, también se ofrecía la posibilidad de dar apoyo a la enfermera en el programa de adolescentes embarazadas (tanto en el grupo de apoyo como a nivel de captación de nuevas usuarias o reparto de ropa y recursos una vez daban a luz) y colaborar en la finca del Hogar. Sin embargo, desde el primer día el recibimiento que nos dieron y el trato recibido me chocó enormemente. La calidez, amabilidad e interés con el que niños y niñas se acercaban a preguntar tu nombre, tu edad, de donde eras… y todo ello sin conocerte de nada. Visualizar esa misma situación aquí en España me resultaba inimaginable. Pero este interés y cariño no fue, para mi asombro, flor de un día. Cada mañana al llegar a la fundación y cada tarde al marcharse no podía faltar el reglamentario abrazo, al que me acostumbré y también esperaba con ganas.
Otro aspecto que me hizo sospechar que en realidad los voluntarios y voluntarias que allí coincidimos no éramos solamente profes fue el tema de la autoridad. Personalmente, creo que no llegué a ser una figura de autoridad como tal para ellos y ellas. Si lo fui en algún momento, seguramente sucedió en raras ocasiones.
Aunque ser consciente de ello en la mayoría de las ocasiones no me incomodaba, la existencia de esta situación era un arma de doble filo. Por un lado, la parte “mala”, por así decirlo, se reflejaba en algunos refuerzos escolares, los cuáles llegaban a descontrolarse en exceso, siendo difícil en muchos días retomar el orden y el ritmo de la clase. Tengo que reconocer que más de una vez, y de dos, tuve que chivarme, o amenazar con hacerlo, a mis compañeros y compañeras de la fundación para conseguir así apaciguar el aula. La verdad es que el truco funcionaba bastante bien.
A pesar de esto, había algunas excepciones en las que niños y niñas sí te otorgaban gran autoridad. Durante los préstamos de juguetes. Cuando terminaban las tareas se podían sacar juegos de la biblioteca, siempre y cuando una persona adulta fuera consciente de qué juguetes se sacaban y se hiciera responsable de que volvieran a su lugar tras el tiempo de juego. En ese momento no eras un profe más, eras el profe, el que tenía toda la autoridad del mundo para conseguir juguetes, y no valían excusas.
Aunque existiera esta parte “negativa”, por nombrarla de alguna manera, también existía una parte positiva derivada de esa falta o relatividad de autoridad que compensaba con creces todo lo anterior.
Con ello me refiero a la gran confianza que llegué a tener con algunos de los niños y niñas de la fundación. El hecho de no verte como un profe tradicional, jugar con ellos y ellas en cuanto había ocasión y “hacerles rabiar” de vez en cuando dio un gran resultado. Gracias a estas acciones conseguimos crear vínculos que de otra manera hubieran sido muy difíciles de conseguir. Esta confianza no se forjaba únicamente durante el horario en el que estábamos y realizábamos actividades en el Hogar, sino también fuera de él. Cada tarde al salir de la asociación solíamos hacer la ruta escolar, pero a la inversa. Salíamos del Centro junto a cuatro o cinco niños y niñas, que cada tarde nos esperaban a la salida, cuyas casas quedaban cerca de la nuestra y les íbamos dejando en sus casas o cerca de ellas. En esos momentos de relativa libertad en la que nadie oye es donde se produce una interacción pura en la que tanto tú, como ellos, os abrís mutuamente y con ellos se consigue información sobre la casa, cómo les va en el colegio, algún que otro chisme… que permite detectar gran cantidad de necesidades y posteriormente abordarlas. Personalmente, estos ratos con los niños y las niñas fuera del Centro, así como la relación que creamos con ellos y ellas, además de enriquecerme bastante me ayudaron a desarrollar de una forma más provechosa y útil otra de mis funciones en la fundación.
Debido a mi formación académica como psicólogo, desde el primer momento se me dio libertad total desde el Hogar y se me habilitó un espacio para realizar intervenciones psicológicas con cualquier persona (padres y madres, niños y niñas o adolescentes) que considerase, o considerasen desde Luceros, que pudieran necesitarlas.
En un periodo de tiempo relativamente corto, tuve la suerte de realizar gran cantidad de intervenciones tanto con niños y niñas como con padres, madres y adolescentes embarazadas.
Tras cada sesión, me quedaba perplejo ante lo que escuchaba por parte de las personas que entraban a hablar conmigo, ya no sólo por la gravedad de los hechos en algunas ocasiones, sino también por la gran diversidad de problemáticas existentes en una muestra de población, al fin y al cabo, tan pequeña.
Una calle de Camoapa
Y es que, creo que el amplio abanico de combinaciones tanto familiares como sociales existentes en el contexto en el que se encuadra la ciudad de Camoapa, y del que hemos sido conscientes y testigos durante estos dos meses, hacen que rara sea la persona que no requiera de atención psicológica. Ya no sólo a modo de prevención, si no de tratamiento ante eventos traumáticos presenciados o experimentados tanto en el presente como en el pasado.
Considero que hay mucho todavía por hacer en este sentido para conseguir abordar estas problemáticas. En primer lugar, aportarle más seriedad e importancia de la que se le da, y no sólo en el contexto de Nicaragua, y en segundo lugar dotar de medios y personal necesarios para que puedan trabajar de forma adecuada y profesional con las personas que lo requieran.
Sin embargo, a pesar de lo que he comentado anteriormente, me fascinaba la fortaleza con la que, aunque a veces las condiciones sociales, económicas, físicas o psicológicas no sean las mejores, las personas de la ciudad eran capaces de tirar para adelante. Daban igual las condiciones económicas en las que se encontrase la familia, si ibas de visita, además de ser muy bien recibido todo lo que hubiera que ofrecer en la casa se te ofrecía. Siempre con una sonrisa, sin importar lo que pueda venir mañana.
Esto es algo que me ha llegado a llamar mucho la atención y que en realidad admiro bastante, ya que no sé si en nuestro contexto se llevaría a cabo de igual manera.
Esto no es algo secundario, pues estoy convencido de que toda esta amabilidad, simpatía y hospitalidad desinteresada han contribuido a que mi estancia en el país haya sido mucho más agradable y enriquecedora de lo que hubiera podido imaginarme antes de iniciar el viaje.
Este acercamiento con la gente local ha permitido conocer no sólo lo meramente famoso que se enseña a los turistas que visitan el país si no que hemos podido ir mucho más allá, conociendo el día a día de las familias, sus costumbres, sus dinámicas. Ello derivaba en recomendaciones de sitios poco conocidos, mercados, playas, volcanes, islas y un largo etcétera.
Vista del volcán Maderas, Ometepe
Gracias a esto, salí de Nicaragua plenamente convencido de haber disfrutado y exprimido al máximo mi estancia allí, habiendo descubierto su verdadero encanto oculto y esencia. Una esencia que tanto me acabó atrapando y de la que difícilmente me podré olvidar.
Fauna de Corn Island
Y qué bonito haber podido encontrar y vivir aquello que fui buscando.
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