

Desde que me recuerdo, la única imagen de América Latina en mi cabeza, antes de este proyecto, consistía en la entregada por su arte, del que he disfrutado desde niña: Una imagen de ensoñaciones elaborada en mi cabeza infantil y siempre dispuesta a imaginar a través de los poemas de Rubén Darío, de Idea Vilariño, del realismo mágico, de las pinturas de Frida, de todo lo que cantaba mi madre acompañada por Víctor Jara, por Silvio Rodríguez y tantos otros y, por supuesto, de las novelas imborrables de Gabriel García Márquez.
Así, arribé a mi particular Macondo[2] embebida en deseos de encontrar maravillas, a bordo de un transatlántico con alas. En uno de aquellos cacharros enormes, que una no llega nunca del todo a entender, como tantas otras cosas.
Obvio soy consciente de que esta ciudad tan calamitosa como de cuento no podría nunca existir, pero en mi imaginario personal siempre resonaba el pensamiento de que tal vez Macondo no era sino otro nombre para algún punto del vastísimo territorio que es América del Sur. Inconscientemente venía a mi cabeza, en los momentos de nervios e ilusión, un particularísimo pensamiento… ¿No podría ser Riobamba Macondo? Desde luego, yo me dirigía hacia un sitio no inventado, pero sí frecuentemente idealizado, imaginado de mil maneras distintas, desdibujado en un millón de piezas por mi absoluta norteñidad.
Por supuesto, y por amor, decidí recorrer aquellas tierras acompañada de García Márquez, que escribió en sus Cien Años de Soledad que “uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. A pesar de la hermosura de esta oración y de mi debilidad por la melancolía, tengo que discrepar. Uno no es de ninguna parte mientras que no ama a alguien que se baña en sus aguas; hasta que no añora a quien duerme bajo su luna; hasta que no pisa esa tierra con el corazón antes que con los pies. Y puedo aseguraros que un trozo del mío permanece en la falda del Chimborazo, en el lago Quilotoa, en el río Pastaza, sentado al sol con los leones marinos de Galápagos, siendo robado con total desvergüenza por los monos del puerto de Mishauallí.


He perdido una botella de agua en esas manitas tan similares a las nuestras junto a muchas cosas que he perdido en este viaje. He perdido la necesidad de tener el control continuamente, he perdido muchas necesidades que no se parecían en nada a una necesidad. Y he ganado mucho también.
Vuelvo con una visión maravillosa sobre del sistema universitario ecuatoriano como una parte más de una sociedad escandalosamente bella, con una pasión que hacía tiempo no sentía por lo todo lo que implica cuidar a los demás a pie de hospital, con el orgullo de haber formado parte de un proyecto cuya única misión es mejorar la vida de la gente. Eso es lo que esperaba de esta experiencia: aprender, desarrollarme como futura maestra, descubrir un sistema sanitario distinto al que bien conozco y considero mío.
Sin embargo, la yapita que me traje de Ecuador, lo que voy a narraros ahora, es mucho más importante y, sencillamente, una cadena de regalos. Una cadena que brilla y respira y, a la vez, depende de un hilo tan frágil como es la voluntad, el libre albedrío bajo el que todos somos bautizados nazcamos donde nazcamos y cuya pulsión determina nuestros futuros y los de que nos acompañan.
Porque me han devuelto mucho más de lo que esperaba. Me han prestado un hogar hermoso donde cerrar los ojos cada noche con toda la tranquilidad del mundo, donde trabajar rodeada de flores, donde me recibían con cariño cuando cerraba la puerta tras de mí. Han compartido conmigo tiempo y secretos y palabras que se vienen tatuadas en la parte más cálida de mi mente. Me han enseñado que lo que importa poco no importa absolutamente nada y que lo que importa mucho debe trascender. En definitiva, me han regalado muchas cosas.

En mi opinión, el primer regalo vino por parte del CICODE. Me regalaron sueños: la posibilidad de conocer un lugar en un continente al otro lado de mi continente; A 8000 km de mi hogar. Allá donde lo que sueñas precisa aviones, taxis, taxis que resultan ser barcazas y unas ganas inmensas por conocer. Esas ganas también son un regalo. Me las regaló mi padre, que siempre ha deseado cultivarse en cualquiera que fuera la tierra que pisaran sus pies.



Ha sido un regalo respirar una brisa de una ciudad que no es la mía pero que me acunó y me hizo renacer, que me trajo la serena certeza de que casa es tan lejos y tan cerca como en quien piensa nuestro corazón. Ha sido un regalo en sí mismo cada segundo que he pasado allá porque quien llega, se va lleno de una lluvia que nutre hasta la raíz, con el corazón calentado al más puro sol que jamás conocerá, envuelto en una chompita hecha con dulzura y bendiciones sinceras.
Me ha costado mucho escribir esto. Más bien terminar de escribirlo, de juntarlo todo. Empecé a escribir pedazos sueltos Inconscientemente es el final de la experiencia tan hermosa que he tenido la suerte de vivir. para combatir el desagrado que me produce estar doce horas encerrada en un lugar que vuela. También escribí la noche que nos quedamos atrapadas en un paraíso por algo tan brutal y tan natural como una inundación. He escrito viajando de pie en autobús y en el pueblito más humilde que nunca había visto. Sin embargo, alguna razón de esas que viven en las tripas, no me dejaba terminarlo. Creo que tiene algo que ver con mi intolerancia a los finales. Estos días tienen para mí una cierta niebla que me agarra de vez en cuando el corazón. Pero de una forma tan bella como agarra y luego despeja al Chimborazo, sólo para que se vea más hermoso.
El caso es que estoy escribiendo esto justamente hoy. Y, por casualidad, es el día de mi cumpleaños y mientras escribo esto recibo cariños y apapuches en la distancia desde Ecuador, pero también desde Colombia y desde Perú y dese Bolivia. De personas que he conocido por esto que llamamos casualidad y de las que, os prometo, me despedí como es debido, aunque me costara horrores darles el abrazo que separa y el beso que se queda marcado. Qué casualidad que hoy sea hoy.

Ha sido un regalo respirar la brisa de una ciudad que no es la mía pero que me acunó y me hizo renacer, que me trajo la serena certeza de que casa es tan lejos y tan cerca como en quien piensa nuestro corazón.
La casualidad vence a la alegría y vence al miedo. Y nos mece y nos mantiene asidos a aquello que no reconocemos de nosotros mismos. La casualidad nos dibuja, nos desvanece y nos redefine. Sólo espero tener la suerte de volver a encontrarme por casualidad con otra experiencia así porque mi vida es ahora mucho más rica, mi mente más inquieta y mis ojos mucho más humildes.
Eternamente gracias,

[1] Yapa: Añadidura, especialmente la que se da como propina o regalo.
[2] Macondo: Pueblo ficticio en el que se desarrolla Cien Años de Soledad, entre otras novelas del escritor colombiano Gabriel García Márquez.
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