Tres mil sonrisas en el Plan
- cicode
- 15 jun 2023
- 4 Min. de lectura
María Soler Sempere
Ya me resultó complicado, hace tan sólo una semana, poder grabar a fuego paisajes y sonrisas en la retina, poder retener en la memoria el sonido de la felicidad que desprendían las risas de mis compañeras. La ardua tarea que se me presentó hace unos días cuando, sin yo quererlo y con la mirada empañada, me descubrí presa en un aeropuerto con un billete de vuelta hacia el viejo continente. De pie frente a las personas que en cuestión de unos fugaces meses consiguieron erigir un castillo en mi corazón y atrincherarse. A ellas me las llevo de por vida.
A penas una semana después de enfrentarme al triste momento de abandonar América Latina tengo ahora el complejo cometido de plasmar mi experiencia en papel.
Espinosa labor, sin duda. ¿Cómo poder describir con palabras lo que apenas consiguieron explicar mis sentidos? ¿Cómo se describe con palabras la ternura, la humildad y el amor de unos ojos, de unas vivencias? Pues bien, ante esto solo me queda intentar vestir a las palabras y conseguirlas presentar decentes a la escena que ha supuesto la mejor aventura de mi vida.
Bolivia siempre será una mezcla de sensaciones, colores y sonidos. Siempre la recordaré por la amabilidad de su gente, por esos cafés interminables en el barrio, por la magia del acento y por esa bondad intrínseca de ayuda fraternal, de colectivismo como forma de vida, de anteponer el bienestar de todos los miembros del grupo ante individualismos egoístas. Aquí comemos todos.
Sin embargo, tampoco quisiera caer en el delicado error de la idealización. Pese a que mi experiencia en terreno como cooperante y voluntaria fue única y tremendamente maravillosa, aun habiendo quedado fascinada por millones de aspectos socioculturales que abrieron mi mente y realmente me hicieron creer que otras formas de organización son posibles, pese a todo ello, tampoco podré borrar jamás de mi mente el patio de la escuela donde hice mi servicio ni las historias vitales de mi alumnado, la situación de abandono y desprotección jurídico-social que tienen los niños y las niñas.
Las clases en la escuela fueron enormemente gratificantes y me hicieron crecer personal y laboralmente hasta límites inimaginables. El amor de los alumnos y las alumnas, sus sonrisas, su gratitud extrema, la alegría en sus ojos cuando conseguían resolver el ejercicio por ellos mismos, sus expresiones de felicidad al comprobar que iban adquiriendo nivel y conocimientos, al darse cuenta que el esfuerzo y la dedicación da sus frutos.
En pocas ocasiones me he sentido tan sumamente feliz durante mi estancia que cuando veía a mi alumnado entusiasmado realizar operaciones matemáticas o hacer dictados sin faltas de ortografía. Miento, si fui más feliz en un momento, y esa felicidad es realmente pura, tierna y prácticamente indescriptible. Dese el inicio de mis sesiones trabajamos mucho el compañerismo como elemento pedagógico y humano esencial; jamás podré olvidar al alumnado resolviendo sus dudas conjuntamente y ayudándose unos a otros. La solidaridad, el amor y la comprensión. Somos un equipo y aquí avanzamos todos.
No obstante, la realidad social, económica y afectiva del alumnado, así como el contexto en que se desarrollaban sus vidas haría estremecer a cualquier persona coherente. Varias fueron las ocasiones en las que tuve que encoger el corazón y el estómago cuando, normalizando lo atroz, compartían sus amargas experiencias conmigo sin apenas haber cumplido diez años. Cuando empezaban las clases al compás de los sonidos que emitían sus barrigas confesando, avergonzados, que ese día no habían tenido nada para comer durante el almuerzo.

Foto 2: Bolivia en el corazón
Diversos fueron los momentos en los que, tristemente, el alumnado acudía sin material escolar a mis clases porque sus padres no podían permitirse económicamente esa semana o ese mes comprar libretas ni cuadernos. Pero sobre todo me marcó muchísimo el momento en que descubrí que el alumnado más joven fantaseaba literalmente con poder salir a jugar a la pelota porque les era imposible hacerlo después o antes de clase porque tenían que ayudar a sus padres con algún tipo de labor económica que implicaba el trabajo infantil. Entendí entonces que muchos de ellos no tenían algo tan básico como es el derecho a ser eso, simplemente niños.
Pese a todas estas dificultades, pude trabajar en primera persona dentro de realidades cuya constancia para mi quedaba plasmada meramente en los libros y los artículos. Pude nutrirme de todo el conocimiento, que es mucho, y la ternura que tienen los niños. Pude empaparme por completo de la cultura y su día a día, hacerme eco de sus problemas y suponer un punto de apoyo importante de escucha y comprensión.

Foto 3: Santa Cruz de los niños
Jamás podré sacar de mi mente el cariño con el que me recibían el alumnado todas las mañanas, cuando desde lo lejos me veían llegar y corrían, como niños, a mi encuentro mientras gritaban que me habían extrañado durante el fin de semana. Siempre guardaré en mi alma todos los dibujos, las muestras cariño, las cartas que me acompañarán de por vida en las que agradecían cada muestra de afecto y dedicación que tenía con ellos. Tristemente acabé comprobando la mayor de las obviedades: simplemente son niños y requieren amor y atención. Un amor y una atención con la que no contaban en sus hogares, y repartían de manera altruista con los diferentes voluntarios que habíamos pasado por sus vidas. Y me gritaban entusiasmados y me agradecían por haber contribuido a llenar de cariño sus vidas, mientras yo los escuchaba atónita y perpleja, con el corazón tan firme como podían sostener mis manos, al cerciorarme que ellos habían cambiado la mía.
Bolivia siempre será para mí la risa de mis alumnos, los juegos en el patio del colegio y las cartas en las que me decían que nunca me iban a olvidar.
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