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Un viaje al corazón de Bolivia. Marc Balleste Tarres

La llegada


Bajo las faldas del nevado Illimani se levanta una de las capitales más altas del mundo (3.640 m) y cuyo nombre conmemora la restauración de la paz después de la guerra civil que siguió a la insurrección de Gonzalo Pizarro contra Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú. Este enclave urbano, cuyo nombre evoca paz, se ha convertido en mi hogar temporal y en el de tantos otros extranjeros que, como yo, han sido asombrados por su encanto único. Que curiosamente, a pesar de ser sede de gobierno y centro neurálgico de la actividad política, económica y cultural, La Paz no es la capital del país, cuya atribución constitucional es Sucre, ciudad ubicada en el departamento de Chuquisaca.



Llegué en el aeropuerto de El Alto, ciudad colindante de La Paz, después de casi 24 horas de viaje, incluyendo una escala en Bogotá, Colombia, donde ya me espera pasadas las 3 de la madrugada un taxista colaborador asiduo de Ayuda en Acción, la fundación con quién estaré realizando mi voluntariado internacional los próximos cuarenta y cinco días. Antes de empezar tendré 5 días libres, para acomodarme, adaptarme a la altura, visitar la ciudad de La Paz y, sobre todo, cruzarme el país hasta el municipio de Tupiza, cerca de la frontera con Argentina.


Mientras me preparo para las semanas venideras, llenas de desafíos y aprendizajes, me siento profundamente agradecido por la oportunidad de descubrir este país que no suele sonar en las agencias de viajes, Tripadvisor, ni en las recomendaciones de páginas como Booking o AirBnB. País con una mezcla única de tradición y modernidad, gente cálida y paisajes asombrosos, y una espectacularidad cultural constante.


Desde el teleférico - que se ha convertido en un símbolo de progreso, unión y en una solución innovadora para el transporte urbano - se puede apreciar la magnitud de esta urbe que parece desafiar a la geografía. Las casas se aferran a las laderas de la hoyada paceña, creando un anfiteatro natural que tiene como telón de fondo las cumbres nevadas de la cordillera.


Por otro lado, constantemente se percibe como la diversidad cultural de Bolivia se manifiesta en cada esquina de La Paz. Es fascinante observar cómo las tradiciones originarias y prehispánicas conviven en armonía con la modernidad. Las calles empinadas de la ciudad son un testimonio vivo de esta fusión: mujeres con polleras coloridas caminan junto a jóvenes profesionales, mientras que los mercados tradicionales comparten espacio con centros comerciales contemporáneos.


A modo de ejemplo, en medio de una ladera ocre de la ciudad boliviana de La Paz resalta un barrio aymara de 150 casas multicolores, semejante a un macromural, inspirado en las favelas brasileñas. "Ch'uwa Uma" ('vertiente cristalina', en lengua aymara) es un barrio peculiar, situado a 3.800 metros de altitud, donde viven 400 familias de origen indígena. Su colorido lo destaca de los demás barrios que lo rodean. Sus calles y fachadas ostentan murales con imágenes de hombres, mujeres y niños nativos. Una de las 10 líneas del teleférico de La Paz sobrevuela esa zona y desde lo alto se aprecian las fachadas en colores pasteles -rojos, celestes, rosados, amarillos, verdes, azules y naranjas-, trazados en formas rectangulares o triangulares.



Un Viaje al Corazón de Bolivia


Hace apenas un mes, aterricé en el aeropuerto de El Alto con una mezcla de emoción y nerviosismo. Había leído y estudiado mucho sobre Bolivia, pero nada me preparó para la riqueza cultural y humana que estaba a punto de descubrir. Sin embargo, no es descabellado percibir ánimos convulsionados entre la gente, especialmente en las zonas más urbanas; y es que hace exactamente un mes el país vivió un fallido golpe de estado militar que dejó al descubierto un país dividido en medio de una crisis política y económica.



Entre tanto, mi actividad de voluntariado ya ha empezado, con la primera comunidad visitada. Esta se encuentra en las alturas del departamento de Chuquisaca. El viaje en sí mismo fue una aventura: carreteras serpenteantes que se elevaban hacia el cielo, atravesando paisajes que parecían sacados de otro planeta. A medida que ascendíamos, el aire se volvía más fino y el sol más intenso, recordándome que estaba entrando en el territorio de quienes han vivido en armonía con estas montañas durante milenios. Al llegar, coincidimos con una ceremonia originaria que nunca olvidaré. Era agosto, el mes dedicado a la Pachamama (Madre Tierra), y tuve el privilegio de participar en una k'oa, un ritual ancestral de ofrenda y agradecimiento. Los ancianos de la comunidad prepararon cuidadosamente una mesa ritual con diversos elementos simbólicos: hojas de coca, dulces, lanas de colores, incienso, y pequeñas figuras que representaban deseos de prosperidad. Me explicaron que la k'oa es una forma de pedir permiso a la Pachamama para trabajar la tierra y agradecer por sus bendiciones. El aroma del incienso y las hierbas aromáticas quemadas llenaba el aire, mientras las palabras en quechua, aunque incomprensibles para mí en ese momento, resonaban con una profunda reverencia por la naturaleza y los ancestros. Observé cómo cada miembro de la comunidad se acercaba a la mesa para hacer sus ofrendas personales, un acto que reflejaba la profunda conexión entre el individuo, la comunidad y el entorno natural. En este contexto tan rural, llegué con el objetivo de dar talleres de emprendimiento. El primero fue una montaña rusa emocional. Los nervios afloraban, es lógico, sobre todo cuando aún no te has acostumbrado a la “hora boliviana” y todo se retrasa al menos veinte minutos y aparecen constantemente nuevos “imprevistos”. Combinado con muchas dudas antes de empezar ¿Sería capaz de conectar con los participantes? ¿Serían relevantes mis conocimientos en este contexto tan diferente? ¿tiene sentido alguno llegar hasta aquí para impartirlos? Mis preocupaciones se disiparon rápidamente al encontrarme con un grupo de estudiantes y profesores ávidos de conocimiento y dispuestos a compartir sus propias experiencias.



Armado con mi presentación en PowerPoint y ejemplos de startups de Silicon Valley, me encontré frente a un grupo de estudiantes y agricultores cuya realidad estaba a años luz de mis diapositivas. Fue entonces cuando entendí que tendría que desaprender para poder enseñar. Los días siguientes fueron un ejercicio de humildad y adaptación. Cambié mis ejemplos de apps por casos de pequeños negocios locales. Aprendí sobre la economía del trueque y cómo un buen análisis de costos puede significar la diferencia entre comer o no al final del mes. Mis alumnos se convirtieron en mis maestros, enseñándome sobre resiliencia, creatividad y el verdadero significado de la innovación. Mis últimos talleres fueron muy diferentes de los primeros. Ya no hablaba de "maximizar beneficios", sino de "crear valor para la comunidad". Discutíamos cómo un negocio podía preservar la cultura local y proteger el medio ambiente. Y, lo más importante, aprendimos juntos, en un intercambio genuino de conocimientos y experiencias.


El último baile

 

Después de casi dos meses en Bolivia y regreso a casa, es momento de parar y reflexionar. Ver, en perspectiva, todo lo vivido que no ha sido poco.


Las últimas semanas de mi estancia fueron, sin duda, las más impactantes. Justo cuando mi mente comenzaba a anticipar el regreso, mi corazón se aferraba con más fuerza a cada instante vivido en esta tierra fascinante. La inminencia de la partida intensificó cada experiencia, convirtiendo cada conversación en la última fórmula de exprimir todo el nuevo conocimiento posible, cada paisaje se convertía en un espectáculo único e irrepetible. Mi cabeza pretendía memorizar cada una de estas vivencias con la intención de que perduren en mi memoria.


El punto culminante de mi viaje llegó con la visita a San Lucas y Camargo, un rincón remoto de Bolivia donde el tiempo parece fluir a un ritmo diferente. Allí tuve mi encuentro más profundo con las comunidades indígenas, una experiencia que sacudió los cimientos de mis creencias y expectativas.


En San Lucas, la vida se desplegaba ante mí en su forma más auténtica y cruda. Los agricultores, con sus manos encallecidas, narraban historias de lucha, resistencia indígena y  perseverancia sin necesidad de palabras. Los rostros marcados por el sol y el viento eran testimonios vivos de una sabiduría ancestral. En este lugar, la conexión con la Pachamama no era un concepto abstracto, sino una realidad tangible en cada gesto y ritual. Mi escepticismo espiritual y religioso entró en stand by para dejarme converger y penetrar en estos nuevos estilos de vida durante unos días. 


Desde el momento en que pusimos un pie en la comunidad, fuimos recibidos con una calidez y entusiasmo abrumadores. Los lugareños, vestidos con sus trajes tradicionales llenos de colores vibrantes, nos dieron la bienvenida con danzas típicas originarias que narraban historias ancestrales. El sonido de los sikus, charangos y las zampoñas llenaba el aire, creando una atmósfera mágica. Nos ofrecieron ch'alla, una ofrenda tradicional a la Pachamama, invitándonos a participar en sus rituales sagrados. Era como si el tiempo se hubiera detenido y estuviéramos viviendo en un momento suspendido entre el pasado y el presente. Bailes, ofrendas, rituales, comida y más comida, todo el pueblo en la calle. Parecía una escena sacada de una película.


La celebración se extendió durante todo el día y hasta bien entrada la noche. Compartimos platos típicos preparados con ingredientes locales, cada bocado era una explosión de sabores nuevos y emocionantes. Bailamos juntos, torpemente al principio, pero poco a poco nos fuimos soltando, guiados por la alegría contagiosa de nuestros anfitriones. A medida que el sol se ponía, encendieron fogatas y la fiesta continuó bajo un cielo estrellado que parecía infinito.



Esta experiencia no solo marcó el final exitoso de un proyecto, sino que también simbolizó la unión entre culturas, el entendimiento mutuo y la alegría compartida. Fue un recordatorio poderoso de que, a pesar de nuestras diferencias, la música, la danza y la comida tienen el poder de unirnos a todos. Esa noche en San Lucas, más que nunca, me sentí parte de algo mucho más grande que yo mismo, conectado a una comunidad global y a una humanidad compartida.


Solo el azar quiso dejar lo mejor para el final. Mi última semana en Bolivia fue, sin duda, la más especial y emotiva. No solo por la conmovedora despedida con mis compañeros de la oficina en Tupiza, sino por las cálidas bienvenidas -que para mí eran agridulces despedidas- que nos brindaron las comunidades originarias en San Lucas y Camargo

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Estas experiencias finales no solo marcaron el cierre de mi voluntariado, sino que también simbolizaron la unión entre culturas y el entendimiento mutuo. Fue un poderoso recordatorio de que, a pesar de nuestras diferencias, compartimos una humanidad común que trasciende fronteras y lenguas.


Mientras me despedía, con el corazón lleno de gratitud y los ojos humedecidos, supe que estas memorias y lecciones me acompañarían para siempre. Bolivia, con su rica tapicería de culturas y paisajes, no solo había sido mi hogar temporal, sino que se había convertido en una parte indeleble de mi ser.



 
 
 

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